Cuando llega el verano le encanta pavonearse subido en el tractor. Sale a los caminos sin camisa, con los tirantes del mono desabrochados, para lucir pelo. A veces incluso no lleva ropa interior, porque le excita sobremanera sentir en los huevos la vibración del motor; los huevos libres de ropa que bailan, primero pendulantes, más tarde duros como piedras, sobre el asiento caliente y sudado.
Si pasa alguna mujer, cualquiera, no duda en mascullarle obscenidades. A veces se agarra el paquete para enseñarle la polla enhiesta, siempre al borde de la corrida, y se ríe cuando la espantada de turno acelera el paso o le reprocha su actitud. Pero todo son farfulladas, para disimular, porque en realidad se muere de ganas de que le metan un buen rabo por el culo. Sin embargo, nunca se atrevería a insinuarse a ningún hombre; se conforma espiándolos, comiéndose con los ojos sus culos, sus paquetes abultados cuando se agachan, o imaginando que podría saborear la última gota de esa polla cuyo dueño ha puesto a orinar un poco apartado.
Si pasa alguna mujer, cualquiera, no duda en mascullarle obscenidades. A veces se agarra el paquete para enseñarle la polla enhiesta, siempre al borde de la corrida, y se ríe cuando la espantada de turno acelera el paso o le reprocha su actitud. Pero todo son farfulladas, para disimular, porque en realidad se muere de ganas de que le metan un buen rabo por el culo. Sin embargo, nunca se atrevería a insinuarse a ningún hombre; se conforma espiándolos, comiéndose con los ojos sus culos, sus paquetes abultados cuando se agachan, o imaginando que podría saborear la última gota de esa polla cuyo dueño ha puesto a orinar un poco apartado.
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