Se trataba de ver lo lejos que éramos capaces de hacer llegar los chorros de nuestras meadas: son ese tipo de cosas que uno hace al haber tomado más cervezas de la cuenta y, sobre todo, al ser consciente de que se empieza con los juegos y se puede terminar pillando cacho de alguna manera.
Cuando llegó su turno la borrachera le hacía reír como un idiota. Permanecía en pie, como un pasmarote, las piernas abiertas, la cadera levemente inclinada hacia adelante y la polla fuera. Pero no meaba. Lo cierto es que yo no podía dejar de mirar aquella verga jíbara, como de bocado, pensando cuánto me gustaría tenerla entre mis labios. Me estaba impacientando y fue cuando le dije que si tenía que ayudarle a mear. Él sólo me miraba, sin dejar de reír de aquella manera tan estúpida. Fue su cara de bobo la que me envalentonó para colocarme rápidamente tras su espalda.
Con la mano izquierda me aferré a su pecho, con la derecha me hice con su polla tras propinarle un manotazo. “Venga, a ver si ahora eres capaz de mear”. “Pero qué haces, tío”, balbuceó, soltando otra risotada. Yo ya había empezado a manipular aquel pedazo de carne en hibernación. “Quiero que mees para mí”, le dije, acercándome a su oído. “Quiero que mees o, si lo prefieres, que te corras en mi mano”. Ya no dijo nada más. De su mano izquierda se desprendió el botellín de cerveza a medio terminar; el cristal calló al suelo generando una mancha de vidrio y espuma amarillenta.
“¿Te gusta lo que te hago, cabronazo? Quiero que se te ponga dura.” Sólo me respondieron unos leves jadeos, mientras sus manos ebrias empezaron a discurrir sin sentido por mi cuerpo: igual se aferraban a mi nuca que trataban de agarrarse a mi culo, en esa postura incómoda que manteníamos y que a veces nos hacía perder el equilibro.
Había pensado que el alcohol impediría que aquella polla se pusiera dura, pero me equivoqué. Conseguí desabrocharle el pantalón y sin dejar de pelársela mi mano libre buscó sus huevos peludos, calientes, que se retorcieron fácilmente entre mis dedos. La docilidad de aquel tío me estaba poniendo como una moto. Podía hacer con él lo que quisiera, por eso me bajé los pantalones, me escupí en la mano y le transferí al culo toda la humedad que me fue posible.
Cuando sintió mi polla trasteando entre sus nalgas, el muy cabrón arqueó el cuerpo hacia adelante: se abría el culo con las manos mientras yo lo sujetaba por las caderas, que sólo desatendí para ayudar a mi verga a encontrar el agujero negro del placer.
Y cómo se movía, cómo arrimaba el culo para que se la metiera hasta el fondo...
Cuando llegó su turno la borrachera le hacía reír como un idiota. Permanecía en pie, como un pasmarote, las piernas abiertas, la cadera levemente inclinada hacia adelante y la polla fuera. Pero no meaba. Lo cierto es que yo no podía dejar de mirar aquella verga jíbara, como de bocado, pensando cuánto me gustaría tenerla entre mis labios. Me estaba impacientando y fue cuando le dije que si tenía que ayudarle a mear. Él sólo me miraba, sin dejar de reír de aquella manera tan estúpida. Fue su cara de bobo la que me envalentonó para colocarme rápidamente tras su espalda.
Con la mano izquierda me aferré a su pecho, con la derecha me hice con su polla tras propinarle un manotazo. “Venga, a ver si ahora eres capaz de mear”. “Pero qué haces, tío”, balbuceó, soltando otra risotada. Yo ya había empezado a manipular aquel pedazo de carne en hibernación. “Quiero que mees para mí”, le dije, acercándome a su oído. “Quiero que mees o, si lo prefieres, que te corras en mi mano”. Ya no dijo nada más. De su mano izquierda se desprendió el botellín de cerveza a medio terminar; el cristal calló al suelo generando una mancha de vidrio y espuma amarillenta.
“¿Te gusta lo que te hago, cabronazo? Quiero que se te ponga dura.” Sólo me respondieron unos leves jadeos, mientras sus manos ebrias empezaron a discurrir sin sentido por mi cuerpo: igual se aferraban a mi nuca que trataban de agarrarse a mi culo, en esa postura incómoda que manteníamos y que a veces nos hacía perder el equilibro.
Había pensado que el alcohol impediría que aquella polla se pusiera dura, pero me equivoqué. Conseguí desabrocharle el pantalón y sin dejar de pelársela mi mano libre buscó sus huevos peludos, calientes, que se retorcieron fácilmente entre mis dedos. La docilidad de aquel tío me estaba poniendo como una moto. Podía hacer con él lo que quisiera, por eso me bajé los pantalones, me escupí en la mano y le transferí al culo toda la humedad que me fue posible.
Cuando sintió mi polla trasteando entre sus nalgas, el muy cabrón arqueó el cuerpo hacia adelante: se abría el culo con las manos mientras yo lo sujetaba por las caderas, que sólo desatendí para ayudar a mi verga a encontrar el agujero negro del placer.
Y cómo se movía, cómo arrimaba el culo para que se la metiera hasta el fondo...
MMMM, buenas fotos de tios meando. Me encanta la lluvia dorada, que pena que no se les vea el pajarico...
ResponderEliminarNo se les ve la pilila, pero ahí está la gracia, en la estimulación de tu imaginación.
ResponderEliminarUn beso y gracias por la visita
Gracias, me encanta ver y beber ese néctar de los dioses machos.
ResponderEliminarGracias a ti por pasarte por el blog y comentar.
EliminarUn beso