Su especialidad no es la tortura, ni la rotura de piernas, ni cortar falanges de los dedos de las manos; porque los que los contratan piensan que la mejor manera de materializar su venganza es mancillando lo que para ellos es el valor más preciado de un hombre: su virilidad.
Y el lugar supremo por el que todo hombre deja de ser hombre no es otro que su propio culo, cuando un macho auténtico le deposita su lefa caliente entre la sangre y la mierda.
Ellos no utilizan palos, ni barras con púas, ni cualquier otro trasunto de verga, sino que se sirven de sus propias pollas, duras como el hierro, que introducirán por el ano de sus víctimas a pelo, sin protección y sin nada que lubrique su incursión en los culos vírgenes.
Ellos no violan, porque sólo se viola a las mujeres. Ellos, como hombres íntegros, sólo dan por culo, ya que el que da siempre es el macho y el que recibe ha de ser el maricón; esto es lo que han mamado desde pequeños y mantendrán viva esta idea en sus cabezas para no permitirse ni una sola duda sobre su hombría. Ellos sodomizan por dinero. Nada más.
Así que exhibirán su masculinidad frente a las víctimas; sus manos, señaladas con el círculo de oro, con la marca infalible del macho auténtico, restregarán sus miembros enhiestos por los rostros de los reos mostrándoles el calibre del arma que los dejará mancillados para siempre.
Y yo espero mi turno. Vendrán a casa, me pondrán una pistola en la nuca y me conducirán a esa trastienda o quizá a alta mar para que no se escuchen mis gritos.
Me la clavarán de uno en uno, o incluso de dos en dos, si ya están duchos en la materia. Quizá incluso me obliguen a mamársela a un tercero.
Y tendré que fingir que me duele.