sábado, 4 de diciembre de 2010

El día de la boda


A la hora del baile, los pequeños correteábamos a nuestras anchas alrededor de los mayores; entonces al pasar junto a ti, tus fuertes brazos me interceptaron, me atraparon y me alzaron hasta quedar mi cuerpo, aún casi de infante, suspendido sobre tus hombros.

Me resulta cómico pensar que me sostenías como el que porta un saco de patatas. Una de tus manos me sujetaba a la altura de las corvas; la otra me cogía por un brazo, casi haciéndome daño. Girábamos siguiendo el ritmo de la música. Girábamos y girábamos sin cesar y yo cerré los ojos sintiendo cómo el aire me revolvía el flequillo. No estaba acostumbrado a esas muestras de afecto, no.

Pero del mismo modo inopinado con que me alzaste en volandas me devolviste al suelo; te reíste a carcajadas, me diste un beso y te alejaste para ponerte a bailar. Aún recuerdo tu cara, tus ojos, tus dientes blancos. Durante un rato me quedé quieto, un poco mareado, observándote, sin entender muy bien qué había pasado.

No sé cuántas veces he rememorado aquel momento y no sabes cómo echo de menos tus besos, tus abrazos y tus caricias de gigante, tan escasas, que ya no volverán.

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