
Una de las cosas que hacen enamorarme de un hombre a primera vista es su aparente sencillez. Fuera la artificialidad. Hay cantidad de hombres que se cruzan conmigo por la calle, que a mí me resultan impresionantes y que estoy seguro de que pasan injustamente desapercibidos para la mayoría; señores cuyo único arreglo (nunca considerado por ellos mismo como tal) ha consistido en la ducha; que se han afeitado o se han recortado la barba no por sentirse más guapos ni más atractivos, sino por pura corrección social; que quizá el único acto de coquetería haya sido embadurnarse con un poco de colonia de baño o tan ni siquiera eso. Pero incluso sin haberse peinado resultan enormemente atractivos, como imanes deambulantes e inconscientes, que atraen la mirada lasciva de jóvenes como yo.