Permanecíamos a no mucha distancia, lo suficiente como para advertir que no me quitaba ojo tras los cristales de sus gafas.
Poco después comenzó con el tonteo, con la insinuación: se acariciaba su oronda barriga, su mano se paseaba con lentitud, demasiadas veces, por encima de su bañador. A aquel tío le ponía cachondo provocarme, como a cualquier calientapollas de playa consciente de que siempre hay un pervertido dispuesto a seguirle el juego.
Más tarde fueron sus dedos los que se hacían los remolones por sus ingles, al parecer debido a un incesante picor. Cómo me estaba poniendo aquel madurote, tan gordo, tan rotundo, de los que se te echan encima y te asfixian con su corpulencia de auténtico verraco copulador.
Y él debió de darse cuenta, sobre todo porque se aventuró a sacarse un cojón, delante de todo el mundo, sólo para que yo lo viera.
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